Elena caminaba en una tarde otoñal. El paseo le llevó al camino que conducía al cementerio. Abrió la verja con dificultad; el chirrido del metal envejecido por el tiempo resonó acompasando sus andares. Avanzó por el sendero que se abría entre el destello de mármol de las lápidas; las letras relucían entre flores de plástico , guardando la memoria gráfica de nombres ya olvidados.
Al fondo divisó el panteón de piedra. En ese lugar, muchos años antes, Juan , abrazándola, le contó historias de sus antepasados allí enterrados: su padre, su abuelo... toda una estirpe de hombres rudos y orgullosos que labraron la tierra para salir adelante; le hizo la promesa de enterrarla allí con él cuando ambos murieran como prueba de un amor que le juró eterno y sobrenatural.
Ante aquel panteón buscó en su memoria qué había sido de aquel sueño de juventud y no encontró rastro. Sus manos tocaron la puerta de cristal vidriado y acercó su cara para ver mejor las lápidas del interior. Allí había una losa grabada en la que leyó:
“ Juan Rodríguez – Elena Mendizábal”
fallecidos trágicamente
a la temprana edad de 20 años.