EL BALCON DE LOLA

No soy escritora, pero me gusta coquetear con las palabras y alinearlas en cuentos e historias. Aquí quedan todos colgados en este balcón, para que tú puedas recrearlos, y yo sacar mis sombras a orearse. Lo hago sin ánimo de ofender, sin pretensiones de deslumbrar, tan sólo con la intención de compartir con quien pase a mirar y tal vez se quiera quedar.

viernes, 16 de diciembre de 2011

Microcuento

                              Elena caminaba   en una  tarde otoñal.  El paseo le llevó al camino que conducía al cementerio. Abrió la verja con dificultad; el chirrido del metal envejecido por el tiempo resonó acompasando  sus andares. Avanzó por el sendero que se abría entre el destello de mármol de las lápidas; las letras relucían entre flores de plástico , guardando la memoria gráfica de nombres ya olvidados.
                            Al fondo divisó el panteón de piedra. En ese lugar, muchos años antes, Juan  , abrazándola, le contó historias de sus antepasados allí enterrados: su padre, su abuelo... toda una estirpe de hombres rudos y orgullosos que labraron la tierra para salir adelante;  le hizo la promesa de enterrarla allí con él cuando ambos murieran como prueba de un amor que le juró eterno y sobrenatural.

                         Ante aquel panteón buscó en su memoria qué había sido de aquel sueño de juventud y no encontró rastro.  Sus manos tocaron la puerta de cristal vidriado y acercó su cara para ver mejor las lápidas del interior.  Allí había una losa grabada en la que leyó:

                              “ Juan Rodríguez – Elena Mendizábal”
                                            fallecidos trágicamente
                                      a la temprana edad de 20 años.


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viernes, 9 de diciembre de 2011

El territorio de la infancia


                      Las primeras tardes del otoño se hacen frías y cortas. Después de las clases espero impaciente ante el aula de los pequeños a que se abra la puerta. Repaso con desgana y frío en el cuerpo los deberes  que tengo que hacer al llegar a casa; mi estómago se  anticipa con sonoras provocaciones  evocando el bocadillo de pan blanco y tierno que me espera: - ¡qué toca hoy?- pienso, da igual mortadela, queso, crema de cacao...... nunca pongo pegas a esa comida del día. Al fin sale mi hermano pequeño, - dale la mano que no se pierda-, resuena en mi cabeza la voz de mi madre, una tarea que cada día me encomienda a mí, nunca a ellos, los otros tres hermanos varones que  me esperan en la puerta principal del centro y al vernos salen andando calle abajo charlando de sus batallas escolares del día.  - ¡esperadnos! Yo no puedo con éste.-, caso omiso, me apresuro tirando con una mano del pequeño y de la otra de las carteras, la suya y la mía que ya va teniendo su peso. 

            El ejercito uniformado de niños con trencas y  calcetines azules y zapatos gorila negros forman una oleada humana   de criaturas de tamaños reducidos con un algarabía confusa que se dispersa por las callejuelas. Después de cruzar la plaza, atenta a las indicaciones del guardia para pasar, empezamos el tramo empinado de nuestra calle y nos juntamos los cinco hermanos. Al fondo, nuestra casa nos despierta de nuevo el sabor de la merienda y hace que el paso se haga más ameno. 

            Hoy en la puerta nos espera la abuela con la tata. Adivino caras de circunstancias  extrañas que no sé interpretar, pero me hacen recordar que mi madre esa mañana dijo que no se encontraba bien. No me extraña, con esa barriga tan enorme donde al parecer se alojaba otro hermano, seguro que está relacionado con eso. Sin dejarnos subir nos despachan con un bocadillo, nos liberan de las carteras y del pequeño y nos mandan al parque. ¡no volváis hasta que vayamos a por vosotros! –

            Al fin siento que puedo andar a mis anchas, tanto como me permite este feo uniforme con el que me siento ridícula e incómoda; no sé si me queda pequeño, o es que  yo lo ocupo de otra forma, esa falda gris y áspera que antes bailaba en mis caderas ahora se ajusta como un calcetín.


            Me voy al parque donde todas las tardes me reúno con mis amigas; en los últimos tiempos hemos cambiado las sogas de saltar a la comba por corros de conversaciones llenas de complicidad y confesión. De vez en cuando algún chaval  se nos acerca  y las risitas y empujones que nos damos nos cargan de una felicidad desconocida. Solo cuando se acerca Clemente sube por mi interior algo que aún no reconozco, mis mejillas arden y me quedo sin poder pronunciar palabras, como si éstas no encontraran el camino. 

      Al caer la tarde quedamos pocos en el parque. De lejos veo a mis hermanos jugando al fútbol, como suelen hacer siempre. Cuando pienso en el momento de volver a casa aparece la tata buscándome con la mirada, se acerca, me abraza y me cubre de besos; yo, asustada, me dejo querer por ese gesto tan poco habitual en ella.     – ¡Has tenido una hermana! Por fin, Ya no tendrás que planchar tú sola tantos pantalones!- me dice. 

      Por un momento me siento feliz, pero mi extrañeza camino de casa va en aumento, sé que cosas importantes estan cambiando, que yo ya no soy la misma, pero nunca relacioné esto con los pantalones de mis hermanos.