Los dos estaban junto a la puerta. A oscuras y en silencio habían bajado las escaleras que conducían a la salida. Un intervalo para abrir, unos segundos de espera; tan sólo se oía la respiración de él, discontínua, desacompasada, como estertores moribundos.
A pesar de conocer su traición, ella esperaba una palabra, un gesto, pero se había acostumbrado hacía tiempo a que el alcohol le provocara un óxido metálico , cubriéndole desde el alma hasta la boca,nublando su inteligencia e impidiendo la salida a cualquier raciocinio humano. Había tenido muchas ocasiones para olerlo cerca de ella. Tampoco quiso mirarlo; en sus ojos ya no encontraba la nitidez ni la ternura de otros tiempos; se habían vuelto turbios, apagados, como el efecto del vaho que empaña el cristal donde nos miramos.
A pesar de conocer su traición, ella esperaba una palabra, un gesto, pero se había acostumbrado hacía tiempo a que el alcohol le provocara un óxido metálico , cubriéndole desde el alma hasta la boca,nublando su inteligencia e impidiendo la salida a cualquier raciocinio humano. Había tenido muchas ocasiones para olerlo cerca de ella. Tampoco quiso mirarlo; en sus ojos ya no encontraba la nitidez ni la ternura de otros tiempos; se habían vuelto turbios, apagados, como el efecto del vaho que empaña el cristal donde nos miramos.
Abrió la puerta dando paso a la penumbra de la noche y una ráfaga de aire frío se coló entre ellos, sintiéndose reconfortada, la oscura habitación de donde venían empezaba a tener el hedor húmedo de la tierra mohosa. En el suelo del portal una rana de piedra le miraba con desdén delatador , bajo ella habían guardado la llave con la que muchos dias accedía a largas noches de pasión y ternura, ahora agonizantes, que habían compartido.
Hacia adelante surgían los escalones. Le llevarían hacia el exterior de la casa . Si los cruzaba nunca volvería a recorrerlos; ya había recogido todas las pertenencias que había atesorado en esa habitación: una enorme pasión, una fe ciega y una esperanza blanca.
Decidida, salió a la calle. La luna arriba lucía su sutil insidia de siempre medio oculta tras las nubes; agarró con fuerza su bolso y caminó lentamente en dirección a su casa. Un frío extraño le calaba los huesos y tenía la boca seca, o el corazón, pero a éste ya no le hacía caso.Tras sus pasos, un reguero de deseos desperdiciados y una llovizna de pena negra iban formando charcos sobre el asfalto. Le acompañaba una sombra de la traición lacerante con la que nunca soñó.
Al entrar en su casa, vació el bolso sobre la cama; todo lo que encontró en él, además de sus siempre fieles cigarrillos, fue una enorme compasión, una certeza palpitante y una dignidad descosida. Recogió todo con decisión, los apiló en el cajón de la mesilla de noche y se acostó. Esa noche durmió placidamente después de mucho tiempo.